Letras de otro mundo
Gabriel nació en la ciudad de México en 1972, donde actualmente reside. Es diseñador gráfico, ilustrador y tipógrafo. Junto a Tatiana Oliver dirige el prestigioso estudio Kimera. Desarrolla proyectos para José Cuervo, Camel y Fondo de Cultura Económica, entre otros clientes. Arcana, Darka, Fulgora, Lagarto, Presidencia y Rondana se destacan entre las fuentes que diseñó. Ha recibido cinco premios del Type Directors Club de Nueva York y dos de la ATypI, entre otros reconocimientos. Su trabajo ha sido reseñado en publicaciones como How, Step, Communication Arts, Page, tpG y Matiz, y recientemente fue seleccionado entre los 100 diseñadores emergentes internacionales más destacados que integran el compendio de diseño Area2, publicado por Phaidon Books. Ha impartido conferencias y cursos en México y el extranjero. Está felizmente casado, tiene un hijo pequeño y dos gatos gordos.
Cuéntanos, Gabriel: ¿Cómo ha sido tu formación?
Estudié Diseño Gráfico en la Universidad Iberoamericana, en la Ciudad de México, pero me considero esencialmente un autodidacta. Trabajar desde muy joven me sirvió muchísimo, y para bien o para mal, me hizo un tanto desconfiado de la enseñanza académica. Simplemente había demasiada diferencia entre el mundo laboral real y lo que mis profesores me enseñaban.
Como los materiales de diseño solían ser caros, sobre todo las planillas de alfabetos transferibles tipo Letraset, me acostumbré a dibujar a mano las letras de todas mis entregas estudiantiles (todo esto antes de la generalización de las computadoras en el diseño). Esto alarmó y luego fascinó a mis profesores: me empezaron a conocer como ese-alumno-loco-que-dibuja-las-letras-en-lugar-de-transferirlas. Después de cierto tiempo y con la práctica, ya no las tenía que copiar, pues las empecé a saber de memoria. No pasó mucho antes de empezar a improvisar diseños propios, (muy defectuosos en un principio, por cierto).
Poco después tomé algunos cursos extracurriculares de diseño de letra con André Gürtler, profesor de la entonces todavía influyente Escuela de Diseño de Basilea, en Suiza. Estos cursos me abrieron los ojos a la posibilidad de diseñar tipografía como profesión, al menos hipotéticamente. También tomé talleres de cartel y caligrafía con personajes como Peret y Claude Dieterich. Mi universidad demandaba que uno se especializara en cierta área en los semestres finales de la licenciatura, así que cursé lo que se llamaba un «subsistema» en Ilustración, no por otra razón sino por ser el más corto y el que necesitaba menos créditos (y menor promedio). ¡Qué iba yo a saber que la ilustración se convertiría en uno de mis oficios y mis pasiones, junto con la tipografía, muchos años más tarde! Más adelante, cuando mi estudio Kimera estaba ya establecido, en un arrebato helvético decidí aplicar para la Maestría de Diseño Avanzado de dicha escuela de Basilea. Aunque me aceptaron, nunca me presenté: el costo de los estudios –y de la vida en Suiza– resultó ser demasiado oneroso. Así que opté por el camino del autodidacta, resuelto a tomar mi formación por mi cuenta (y riesgo): un camino más duro, más incierto, más «talachero» como decimos en México, pero a mi juicio más satisfactorio e independiente mental y espiritualmente.
Considero que sigo estudiando, todos los días. Alumnos, clientes, colegas, viajes, amigos y libros me siguen enseñando cosas nuevas. ¿Qué más me gustaría aprender? A riesgo de sonar exagerado, todo. Tengo una curiosidad insaciable.
¿Qué intereses orientan tu producción tipográfica?
El hecho de estar en un entorno con muy poca o nula tradición tipográfica me hizo empezar desde cero con ideas nuevas por explorar. Siento cierta inclinación por el rigor y la abstracción en las artes y el diseño. La fantasía absoluta, la libertad creadora total pueden ser muy agradables, pero si le ponemos ciertas reglas pueden resultar verdaderamente sabrosas, verdaderamente retadoras. Las restricciones bien empleadas potencian la creatividad, en lugar de suprimirla. Y conocer las reglas, paradójicamente, nos crea la necesidad de romperlas, pero de romperlas con ingenio, con estética, con inteligencia. Uno trabaja de entrada con uno de los sistemas más firmemente establecidos: nada menos que el alfabeto, con milenios de tradición y condiciones casi inflexibles de uso y de convención. Ahí está el reto. Claro que también un exceso de reglas matan el juego, y desgraciadamente, esto tiende a pasar en algunos ámbitos tipográficos y académicos, tan ortodoxos y conservadores que sospechan de cualquier novedad que atente contra los grandes nombres de Garamond, Bodoni, Frutiger...
Quiero pensar que mi trabajo se orienta –o cuando menos aspira– a encontrar un equilibrio entre la tradición y la innovación, entre el rigor y la fantasía. Esta es una de las razones por la que me involucré con la caligrafía, que es fuente de la más añeja tradición tipográfica y, a la vez, uno de los territorios más libres y expresivos de la forma.
¿Utilizas fuentes que no hayas diseñado? En caso afirmativo: ¿con qué criterio las escoges?
Sí. Trabajo mucho con Scala (Martin Majoor), con Gotham (Jonathan Hoefler), con Interstate (Tobias Frére-Jones), con Biblon (Frantisek Storm), con Meno (David Berlow), con Rayuela (Alejandro Lo Celso), con Sauna (Underware) entre otras fuentes contemporáneas. Si es que hay que recurrir a los clásicos, prefiero trabajar con Fleischman (una de mis favoritas de todos los tiempos), con Didot o con Centaur, o bien, insertar aquí y allá fuentes propias. De hecho, si el proyecto y el cliente lo permiten, recurro a mis propios diseños, ya que esto le da un plus al trabajo del estudio y lo distingue; le da cierto valor autoral, por decirlo así. Mi criterio, en general, es que es preferible usar diseños nuevos y dejar descansar en paz a las fuentes tradicionales como Futuras, Bodonis, Times, Hélveticas y demás.
¿Utilizas diccionarios cuando escribes sobre tipografía? ¿Has notado diferencias terminológicas entre distintos países? ¿Qué opinión te merece?
Sí, supongo que utilizo el diccionario con cierta frecuencia, y claro que hay diferencias terminológicas, sobre todo entre España y las Américas, aunque no tantas como podría pensarse. La verdad es que siento aversión por las nomenclaturas complicadas, y prefiero hablar de la «pancita» de la a o del «hoyo» de la o que usar términos academicistas como fustes, bucles, anillos o gotas. Prefiero que mis alumnos aprendan a hacer letras bien a que memoricen términos rebuscados y técnicos. Por esto no me gustan clasificaciones tipográficas como la de Maximilan Vox o Thibaudeau. ¿De qué me sirve saber que un patín es «garaldo»? Siento que uno tiene cierta responsabilidad de explicar el tema con sencillez y sentido común. Por eso evito atiborrar mis textos de citas bibliográficas y referencias academicoides. Éste es un vicio en el que caen muchos autores actualmente, preocupados por proyectar cierta «autoridad» al escribir. Prefiero que mis textos sean como conversaciones, como pláticas informales con amigos.
¿Cómo combinas tu trabajo diario y el resto de tus actividades?
No sé, realmente no lo sé. Cada día es una ensalada diferente. Me las ingenio para sacar todo adelante, de alguna manera. Todo sale. A veces una idea lo asalta a uno en medio de una película o una comida. A veces estoy en el estudio sacando una chamba y pienso en todo, menos en diseño. Me gustan muchas otras cosas además de la tipografía, y de hecho, a veces me dan flojera las conversaciones sobre fustes, alturas-x o patines, habiendo tantas otras cosas interesantes alrededor. Me parece que no podemos observar a la tipografía sin el contexto. El diseño es sólo una parte de la vida, y el diseño sin vida no es diseño.
Procuro darme tiempo para hacer proyectos personales, para dibujar, para escribir cosas, para oír música, para enterarme de cómo está el mundo. Leo bastante, pero casi nunca sobre diseño, la verdad sea dicha. Lo cierto es que el trabajo del diseñador es muy demandante: no es raro que esté trabajando los fines de semana o a horas altas de la noche, aunque de vez en cuando me doy el lujo de levantarme tarde.
¿Sigues un método de trabajo? ¿Empiezas tus fuentes por alguna letra?
Primero me gusta explorar una idea, simplemente jugando con las formas, esbozando signos y letras casi al azar, aunque con mucho detalle. Si el diseño es caligráfico, escribo numerosas líneas de prueba, incluso hago planas, como en la primaria. Conforme el menjurje va tomando consistencia, defino las proporciones. En esto sí soy muy riguroso y hasta obsesivo: pruebo con retículas áureas, rectángulos armónicos, espirales logarítmicas, hasta que encuentro una proporción numérica o matemática que le viene bien al proyecto. Establezco las relaciones entre el grosor de un fuste, por ejemplo, y la altura total del cuerpo de la fuente; o las proporciones entre altas y bajas, entre ascendentes o descendentes. Hacer esto me fascina, pero también lo sufro. Suelo trabajar primero con las minúsculas de formas simples como la n, la h, la o, dejando las formas irregulares y las diagonales como x o w para el final. Sigo con las mayúsculas, empezando con las más simples, en la misma lógica que con las bajas. Después vienen los numerales y signos de puntuación. Luego todos los demás, entre ellos los diacríticos, a los que dedico mucha atención.
Hay signos que me encantan: el et, la arroba, la g minúscula, la a, la k. Hay signos que me aburren: las íes, las eles, las jotas, los ordinales, el trademark. Hay tareas que me entretienen: masajear las curvas de una s, por ejemplo. Hay tareas que me pesan, aunque son esenciales: espaciar y kernear. Nada más aburrido y odioso que trabajar mecánicamente pares de kerning en la soledad del estudio, a altas horas de la noche. Cuando tengo que hacer este trabajo, llamo a uno o dos amigos, compramos cervezas y trabajo en la laptop mientras platicamos sandeces, hacemos bromas y escuchamos música, en la cocina o el patio de la casa. Es impresionante lo mucho que uno puede avanzar y lo rápido que se pasa el tiempo de este modo, sin sufrimiento tipográfico innecesario.
¿Cómo es vivir en el DF y trabajar ahí?
¿Has considerado la posibilidad hacerlo en otro lado?
Me parece que todos los chilangos (el nombre local de los capitalinos del DF) tenemos una relación de amor-odio con nuestra gran ciudad. Me encantan mis dos volcanes, los monumentos, la comida. Aborrezco el tránsito, el ruido, las paredes grises, la basura. El DF tiene un ritmo electrizante y apocalíptico, es como vivir al borde del precipicio, lleno de terrores y bellezas. Hay muchas cosas pasando, esto es un aliciente y un estimulante. Creo que no me sería fácil hacer mi vida en otro lugar de mi país, profesionalmente hablando. En general no he considerado trabajar fuera. Me encanta México (aunque también disfruto mucho viajar). Me parece importante que mi esfuerzo y mi trabajo se den aquí, en este suelo, y desde aquí vayan al mundo, y en este sentido soy bastante nacionalista. Esto es esencial si pensamos en función de la dependencia cultural e ideógica que unos cuantos países centrales han impuesto a nuestras naciones tercermundistas durante tanto tiempo. Pareciera que todo lo importante y vanguardista debe venir de Nueva York, de Londres o de París. No es cierto. En todos lados se cuecen habas, y de las mejores.
Una pregunta que ya le hice a Alejandro Paul: ¿Qué opinión te merece el hecho de que alguien se haga un tatuaje con una tipografía tuya?
Me impresiona. Nunca pensé que mis letras pudieran llegar tan lejos, o tan profundo: más allá del papel y taladrar la epidermis del usuario (con dolor, además). En México tenemos un dicho: la letra con sangre entra. Estos valientes lo han vuelto literal. He conocido al menos tres casos de tatuajes con mis tipografías. Estoy intrigado y agradecido.
¿Qué opinas de la «tipografía latinoamericana»?
Quizá en un principio nos vieron con cierta curiosidad, con cierto «exotismo» interesante. Pero actualmente, el que una fuente de Alejandro Paul, por nombrar un caso, se use en el New York Times es un signo de hasta dónde hemos llegado. Personalmente no sé si existe algo así como un «estilo latinoamericano» en tipografía: nuestro continente es vasto y complejo, pero sí creo que hay una visión particular en nuestro trabajo en conjunto; De hecho, pienso que se está gestando en estos días una comunidad real de diseñadores tipográficos latinoamericanos, ayudados por la tecnología y la interconectividad. El idioma –español y portugués– también es una ventaja, así como el hecho de vivir en culturas mestizas, hechas de pedacitos de otras culturas anteriores. Pienso que el estilo –la identidad– debe ser la conciencia de un punto de vista propio, más que una colección de rutinas o repeticiones de rasgos típicos. Y también podemos aspirar, como decía Borges, a todas las tradiciones. Podemos aprender de todos lados: no necesitamos limitarnos a nuestra propia «línea genética». ¡Metamos al mundo entero en nuestra licuadora!
© Pablo Cosgaya y revista Visual.